En una cena de una escuela de niños con capacidades especiales, el padre de un estudiante pronunció un discurso que nunca será olvidado por las personas que lo escucharon.
Después de felicitar y exaltar a la escuela y a todos los que trabajan en ella, este padre hizo una pregunta:
Cuando no hay agentes externos que interfieran con la naturaleza, el orden natural de las cosas alcanza la perfección.
Pero mi hijo, Herbert, no puede aprender como otros niños lo hacen. No puede entender las cosas como otros niños. ¿Dónde está el orden natural de las cosas en mi hijo?
La audiencia quedó impactada por la pregunta.
El padre del niño continuó diciendo: ‘Yo creo que cuando un niño como Herbert, física y mentalmente discapacitado viene al mundo, una oportunidad de ver la naturaleza humana se presenta, y se manifiesta en la forma en la que otras personas tratan a ese niño’.
Entonces contó que un día caminaba con su hijo Herbert cerca de un parque donde algunos niños jugaban baseball. Herbert le preguntó a su padre:
– ¿Crees que me dejen jugar?
Su padre sabía que a la mayoría de los niños no les gustaría que alguien como Herbert jugara en su equipo, pero el padre también entendió que si le permitían jugar a su hijo, le darían un sentido de pertenencia muy necesario y la confianza de ser aceptado por otros a pesar de sus habilidades especiales.
El padre de Herbert se acercó a uno de los niños que estaban jugando y le preguntó, sin mucha esperanza, si Herbert podría jugar.
El niño miró alrededor por alguien que lo aconsejara y le dijo:
– Estamos perdiendo por seis carreras y el juego esta en la octava entrada. Supongo que puede unirse a nuestro equipo y trataremos de ponerlo al bate en la novena entrada’.
Herbert se desplazó con dificultad hasta la banca y con una amplia sonrisa, se puso la camisa del equipo mientras su padre lo contemplaba con lágrimas en los ojos por la emoción. Los otros niños vieron la felicidad del padre cuando su hijo era aceptado.
Al final de la octava entrada, el equipo de Herbert logró anotar algunas carreras pero aún estaban detrás en el marcador por tres.
Al inicio de la novena entrada, Herbert se puso un guante y jugó en el jardín derecho.
Aunque ninguna pelota llegó a Herbert, estaba obviamente extasiado solo por estar en el juego y en el campo, sonriendo de oreja a oreja, mientras su padre lo animaba desde las gradas.
Al final de la novena entrada, el equipo de Herbert anotó de nuevo. Ahora, con dos outs y las bases llenas, la carrera para obtener el triunfo era una posibilidad y Herbert era el siguiente en batear.
Con esta oportunidad, ¿dejarían a Herbert batear y renunciar a la posibilidad de ganar el juego? Sorprendentemente, Herbert estaba al bate.
Todos sabían que un solo hit era imposible por que Herbert no sabía ni como agarrar el bate correctamente, mucho menos pegarle a la bola.
Sin embargo, mientras Herbert se paraba sobre la base, el pitcher, reconoció que el otro equipo estaba dispuesto a perder para permitirle a Herbert un gran momento en su vida, se movió unos pasos al frente y tiro la bola muy suavemente para que Herbert pudiera al menos hacer contacto con ella.
El primer tiro llegó y Herbert abanicó torpemente y falló.
El pitcher de nuevo se adelantó unos pasos para tirar la bola suavemente hacia el bateador.
Cuando el tiro se realizó Herbert abanicó y golpeó la bola suavemente justo enfrente del pitcher.
El juego podría haber terminado. El pitcher podría haber recogido la bola y haberla tirado a primera base. Herbert hubiera quedado fuera y habría sido el final del juego. Pero, el pitcher tiró la bola sobre la cabeza del niño en primera base, fuera del alcance del resto de sus compañeros de equipo.
Todos desde las gradas y los jugadores de ambos equipos empezaron a gritar:
– Herbert corre a primera base, corre a primera.
Nunca en su vida Herbert había corrido esa distancia, pero logró llegar a primera base. Corrió justo sobre la línea, sobresaltado y con los ojos muy abiertos.
Todos gritaban:
– ¡Corre a segunda!
Recobrando el aliento, Herbert con dificultad corrió hacia la segunda base. Para el momento en que Herbert llegó a segunda base el niño del jardín derecho tenía la bola.
Era el niño más pequeño en su equipo y que sabía que tenía la oportunidad de ser el héroe del día. El podía haber tirado la bola a segunda base, pero entendió las intenciones del pitcher y tiro la bola alto, sobre la cabeza del niño en tercera base.
Herbert corrió a tercera base mientras que los corredores delante de él hicieron un circulo alrededor de la base. Cuando Herbert llegó a tercera, los niños de ambos equipos, y los espectadores, estaban de pie gritando:
– ¡Corre a home, corre!
Herbert corrió al home, se paró en la base y fue vitoreado como el héroe que bateó el grand slam y ganó el juego para su equipo.
– Ese día, – dijo el padre con lágrimas bajando por su rostro – los niños de ambos equipos ayudaron dándole a este mundo un trozo de verdadero amor y humanismo.
Herbert no sobrevivió otro verano. Murió ese invierno, sin olvidar nunca haber sido el héroe y haber hecho a su padre muy feliz, haber llegado a casa y ver a su madre llorando de felicidad y ¡abrazando a su héroe del día!
Uno se pregunta ¿Cuántas veces los adultos nos negamos a reaccionar de la misma manera cuando estamos ante una persona en desventaja?
Y la pregunta no tiene que ver con casos extremos como el del niño de la historia, sino con personas normales muy parecidas a uno que por una u otra razón no tuvieron las mismas oportunidades, que ejercen oficios menos “importantes” que el nuestro, que ganan menos, que pertenecen a otro estrato social.
Basta ver la manera con que muchos tratan al que barre las calles, al portero, a la recepcionista, a un subalterno, etc.
El niño murió pensando y sintiéndose un héroe, aunque los verdaderos héroes fueron todos los otros niños, los que lo dejaron jugar sabiendo que con ello no tenían oportunidad de ganar, y también los que tenían la victoria segura y la dejaron pasar para brindarle a Herbert la oportunidad de su vida.
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